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05 de Abril de 2017 Categorías: Educación , Hablamos con... , Mirada pedagógica

María Jesús Comellas: « ¿Por qué no preguntamos más a los niños qué piensan?»

Os compartimos esta maravillosa entrevista que hizo Gemma Ventura a M. Jesús Comelles hace unos días en Catorze.cat

Un documento valioso que nos permite ver dónde nace su mirada empática hacia los niños, niñas y adolescentes.

Educar desde el matiz. Tener la mirada despierta i abierta, preparada para acoger. Para querer, para acompañar. Sin condiciones y hasta donde haga falta. María Jesús Comellas (Terrassa, 1943) es profesora, doctora en psicología y profesora emérita de la facultad de ciencias de la educación de la Universidad Autónoma de Barcelona.  Pero también es aquella niña que de pequeña iba al mercado con su hermano para preparar la cena para cuando llegaran sus padres. Ahora no solo recomienda que los pequeños se espabilen, yendo a comprar o poniendo lavadoras, sino que profesores y familias les den el amor, la confianza i la oportunidad de relacionar el aprendizaje con la vida.

Esta conversa está patrocinada por el celler Més Que Paraules.

Foto: Gemma Ventura

Con siete años hacías la cena para la familia.

Eso que dicen que antes las madres y las abuelas estaban en casa no es real. En la época de la postguerra mi madre trabajaba muchas horas, y mi padre normalmente se pasaba toda la noche en el trabajo. Yo salía del colegio, estaba en casa e iba preparando la cena. Recuerdo mucho hacer patatas y judías verdes. Debía ser el menú que se consideraba fácil para los niños.

Tus padres trabajaban y no era ningún drama.

En absoluto. Me sentía muy satisfecha. Confiaban en mí. Venían y podían cenar. Mi padre iba a trabajar y mi madre regresaba. 

Eso demuestra que a un niño le haces responsable si le das una responsabilidad.

Y después dicen que no tienen autoestima. No sé si es que cogí autoestima pelando patatas para la cena. Pero sí que me acuerdo con diez años de ir al mercado con mi hermano. Él llevaba la cesta: el peso lo cargaba él, que era más mayor, y el dinero, yo. La decisión de que compráramos era mía. Yo tenía diez años porque me acuerdo de a qué clase iba. Compraba sardinas y en casa las limpiaba. Un día me dediqué a quitarles las espinas.

Estabas explorando, en lugar de obedecer órdenes.

Me daban el dinero y me decían: tú misma. Cuando me cambié de colegio, que tenía once años, recuerdo que le dije a mi madre que había hecho la mejor compra que podía hacer. Y me dijo: ¿Qué has hecho? Y le respondí: ¡ es que había una merluza tan bonita! Fui a la Pepita, que era la pescadera, una mujer corpulenta que siempre decía: ¡sardinita, sardinita! Entonces vi una súper merluza y dije: esta es la mía. La compré y volví muy orgullosa a casa. Mi madre me abrazó y cuando la semana siguiente me volvió a enviar a comprar me dijo: la merluza estaba muy buena, pero te gastaste todo el dinero de la semana.

Aquello fue una lección para toda la vida.

Claro, me di cuenta de lo que había hecho mal pero mi madre no me dijo nada.

Te habría podido reñir.

Me abrazó y me explicó que esta decisión tan buena no nos la podíamos permitir, porque no teníamos suficiente dinero.

Para educar se ha de tener tacto.

Tengo un recuerdo impecable de mis padres de bienestar, de comunicación. Seguro que hacía travesuras. Mi hermano aún hizo más. Lo castigaban en su habitación a oscuras. Me sentaba delante de su puerta. La abríamos. Poníamos en el pasillo el parchís. Por lo tanto, el castigo se seguía cumpliendo. Encendíamos la luz del pasillo. Él jugaba desde donde estaba y yo también. Le pasaba el dado y solo tenía que tirar. Recuerdo que un día nuestra madre dijo: ¡pero es que él está castigado! Y yo le contestaba: pero es que yo no estoy en su habitación y él no ha salido. Y está a oscuras. Encuentro muy bonita la ternura que había entre nosotros. De pensar en él, sin romper la norma que había. Mi madre se reía. Suavizaba el castigo de mi hermano para que no estuviera solo, ni a oscuras, ni encerrado.

¿Eras traviesa?

Era decidida y tenía ganas de hacer cosas. No recuerdo muchas travesuras.

¿Hay demasiadas normas ahora?

Lo queremos todo programado. Mis padres nunca se preocuparon de si me aburría o no. No había televisión, y juguetes había muy pocos. Los Reyes me traían colorines Alpino, calcetines. Recuerdo haber estado días haciendo carreras de hormigas en el balcón. Ponía migas de pan, salían e iba moviendo la miga para que me siguieran. Teníamos que espabilarnos en gestionar nuestro tiempo.

¿Las criaturas ahora están saturadas?

Vienen y te dicen: me aburro. Y representa que creemos que tenemos la obligación de divertir a los pequeños. No hace mucho me lo dijo un niño y le respondí: ¿Cómo haces para aburrirte? Yo no sé. Explícamelo.

¿Debemos hacerlos más autónomos?

Digamos que los niños se tienen que equivocar. A mí nunca me dijeron: te has equivocado. Me dijeron: mira, es una experiencia. Lo has probado y puedes hacerlo diferente. Pero no en el tono de error. En el momento en que te van diciendo: cuidado, que te equivocarás, echas hacia atrás la iniciativa. Las criaturas lo dicen: ¿Y si me equivoco? Si no hay un riesgo exagerado, tenemos que dejar que lo hagan. Y hemos de valorar la decisión que tomen. Hay momentos que me dicen: es que me he equivocado. Perdona, ¿qué has pensado? Sabía eso y eso he hecho. Muy bien pensado. Sí, pero oye… es que no sabías esta otra cosa. Si lo hubieses sabido, igual no lo habrías hecho.

Tu respuesta será muy diferente si lo valoras o lo castigas.

O si le atribuyes este miedo. Cuando a un niño, cuyo resultado de sus actos puede ser malo, le dices “Ostras, ¡es que lo has pensado muy bien!”, te mira con una cara… y les dices: “Mira, tú estabas en este punto. Has pesado y decidido. ¿Qué es lo que te falta ahora?”. Esta confianza de darles el mensaje de que pueden hacerlo es vital.

De la confianza nace la creatividad. Y de la castración, la repetición.

Y la inseguridad. Pero, ¿por qué no preguntamos más qué piensan a los niños? De entrada, miramos el resultado y valoramos el resultado. No damos un paso atrás. ¿Qué has pensado que podrías comer para merendar?

¿Tendríamos que crear personas diferentes?

Sí, y que se planteen que han de pensar antes de hacer. ¿Qué te lo has pensado? No, lo he hecho. Espera un momento. Detente. Piensa.

Entonces deberíamos enseñar a pensar y a tener paciencia.

Y en casa, también. ¿Qué podemos hacer para cenar? Vamos al mercado a inspirarnos. Si hay alguna posibilidad de aceptar el que ha pensado un niño, es vital hacerlo. Porque después dirá: hemos hecho para cenar lo que yo dije. Por lo tanto, estimulas que vaya por el mundo con los ojos abiertos. Que a veces los tenemos con cuatro o cinco años en los cochecitos medio tumbados y dormidos. Ahora no es hora de dormir. ¿Dónde vamos?, ¿Qué vemos? Tener una actitud más abierta, no pasiva.

¿Nuestra prioridad es hacer a los niños felices?

No. Creemos que hacer a los niños felices es hacer que a las criaturas les vaya todo bien. Cuando a la escuela algunos padres dicen a sus hijos: que seas feliz, pienso que vamos dando palos de ciego. ¿Los tenemos estresados o los queremos felices? Espera un momento. Si no me dejan la pelota o me sale alguna cosa al revés o si digo alguna cosa a mi amiga i no me contesta, entonces lo dramatizamos. Si mi amiga me dice que no, me siento muy desgraciada y frustrada.

¿Qué falla?

En estos momentos nos falta mucho valorar los matices. “Que vaya bien”. Eso sería mucho más lógico porque no sé qué significa ser feliz. Como idea la palabra felicidad es muy potente y no permite ninguna herida ni contrariedad. Entonces: “Que te vaya bien”. “Pero mira que me ha pasado con mi amiga”. “¿Y cómo lo has resuelto?” “Ah, muy bien. Mira, déjalo estar ahora que debía estar de mal humor y mañana vuelves a decirle.” Entre el cero y el diez hay el 9, el 7, el 7.1. Hay muchos matices.

Esto implicaría acompañar.

Acompañar y dar posibilidad de valoración. Que los matices también son importantes aunque no sean un diez. Con los exámenes estamos forzando el diez.

¿Entonces qué hacemos con los exámenes?

Las criaturas siempre quieren relacionarse con quien saca mejor nota.

¿Es quien tiene el poder?

Es el que permitirá que mi nota suba. Si trabajo con aquel y hacemos un grupo, como la nota es para el grupo, yo tendré mejor nota. En cambio, este de aquí al lado, como no tiene muy buena nota, igual le tendré que ayudar. Por lo tanto, no me interesa. Esto pasa desde los seis años.

Y este es el nuevo mundo cuando tienes treinta o cincuenta años.

Evidentemente.

¿Qué valoramos?

La competitividad, la perfección, la productividad. El egoísmo de aprovecharnos. Entonces digo: ¿Quién tiene un diez a quién escoge?, ¿Con quién quiere ir? Además, estamos transmitiendo un mensaje de valorar sólo el intelecto. Decimos que hay varios tipos de inteligencia: emocional,… Siempre les digo: ¿Picasso era muy tonto?¿Y Pau Casals, también? Porque cuando un niño no quiere hacer cualquier cosa, no quiere ir a la universidad, lo consolamos, pero ninguna familia quiere que su hijo haga ciclos formativos, porque lo desprestigia.

Es todo apariencia.

¿Por qué no favorecemos las relaciones personales, no solo las intelectuales? Da la impresión de que creemos que la criatura ya ha nacido súper inteligente, talentosa y no sé qué más y que eso no crece. Y tenemos miedo de que se pierda. Piaget creó una definición de inteligencia muy oportuna: es la capacidad de adaptarse. No de resolver problemas matemáticos. ¿Cuánta gente tiene cuatro masters y se hunde delante de situaciones nuevas? Igual sí que hacen muy bien cálculos matemáticos, pero ¿y la inteligencia global? Que no la específica: aprender a gestionar tu vida, las emociones, aprender a aprender.

¿Cómo lo puede hacer un maestro a las nueve de la mañana para trabajar esto? 

¿Por qué no entran los diarios en las escuelas? Ahora hablamos de la escuela 21, ¿pero por qué no hablamos de lo que pasa en el mundo? Después dicen: es que en Internet hay tanta información que la canalla no la sabe seleccionar. Es que le tienes de enseñar a seleccionarla. Y aprovechar lo que pasa en el día a día para ayudar a entender lo que la cultura nos ha trasmitido.

¿La vida y la escuela son dos mundos aislados?

Ahora sí.

¿Qué utilidad tiene ahora el colegio?

Está muy claro como aprenden inglés: empiezan por la gramática, pero es que ni los catalanes con cinco años sabemos la gramática de aquí. ¿Por qué hemos de empezar por la gramática i no por la parte oral? Hasta en nuestra propia lengua: por qué no aprendemos a expresarnos, a contar un cuento. La gramática nos hace aborrecer la lengua.

¿Cómo podríamos hacer la enseñanza más atractiva?

Si ha pasado alguna cosa en tu pueblo, podemos hablarlo con un periódico local. Son hechos reales. Los pequeños pueden explicar hechos reales también. En la época de la renovación pedagógica, creímos en el texto libre, no se necesitaban libros. Ahora se habla de que no hacen falta, y que trabajamos por proyectos, pero es que en el año 68 ya lo trabajábamos, aunque no hacíamos tanto revuelo.

Parece que todo se vende como una novedad.

Además lo queremos etiquetar. Fíjate que vuelve a ser competitivo: yo soy la escuela 21. Soy mejor que tú. En lugar de decir: escucha, escucha vecina, ¿por qué no hacemos alguna cosa juntas?

¿Hacia dónde va la escuela?

APienso que queremos que vaya hacia una parte, pero hay mucha desorientación. Nos ponemos demasiadas etiquetas.

Es lo más fácil.

Lo que nos categoriza nos tranquiliza.

Aún hay profesores que dicen: Tú calla y escucha.

Ahora lo que hacen es expulsarlos.

Expulsarlos parece sacudirse las manos.

Totalmente. Que se vaya a casa. ¿Y en casa los padres…? Es igual, es su problema y su hijo. Los niños normalmente tienen problemas porque no se sienten acompañados en el aprendizaje. Y cuando llegan a secundaria no pueden seguir. El tratamiento de la diversidad lo hacemos muy ‘a trancas y barrancas’. Después los tenemos que recuperar cuando tienen dieciséis o diecisiete años con programas de refuerzo. No podemos echarles del sistema. Es un derecho a la educación que tiene el alumno.

Entonces es que el alumno está frustrado.

Frustrado es poco: destrozado.

Puede pensar que es inútil.

Porque mucha gente le ha dicho que no vale para nada.

Y si te lo dicen des de los cinco años...

Y a los doce, trece, catorce, quince. Entonces es cuando les dices: ven y verás. Te dicen: no me vendas la moto que todo el mundo me ha dicho que no sirvo para nada. Ahora me quieres consolar, pero no es verdad.

Es robarles la esperanza.

Tienen que vivir hasta los ochenta y cinco, eh? Es una pena, un fracaso y una irresponsabilidad. No buscamos seriamente la forma de captarlos.

Ser profesor es una responsabilidad muy grande.

Y responsabilidad moral. Has firmado un contrato. Estás cobrando por hacer un trabajo y no lo haces.

¿Queda claro cuál es el encargo de los profesores?

Lo disolvemos. Yo solo he de enseñar, no educar. Escucha, es un sistema educativo, eh? Creemos que enseñando la regla de tres, cumples. Tienes personas delante durante seis horas al día y has de responder. Muchas veces es la única oportunidad que tienen los alumnos. Depende de las circunstancias familiares, de la situación cultural, socioeconómica. ¿Cuántas familias hay con pobreza energética, de alimentos? ¿Este niño hace los deberes en casa? La familia, por ejemplo china, ¿debo ayudarlo a pronunciar la ese sorda y sonora?, ¿Cómo se sentirá el alumno? Llegará a clase y todo un grupo lo habrá hecho, porque tienen al padre y la madre a su lado. Por lo tanto, el cada vez estará más lejos. Y si esto empieza a los seis años imagínate donde estará a los doce. No acabamos de ver que tenemos personas delante y que tenemos que ser personas significativas para ellas.

¿Qué necesitan los niños?

Si los miras a la cara y les dices hola, significa que te interesas por esa persona. Pero si te paras y preguntas cómo estás, cómo has dormido, lo que hacemos es implicarnos y le demuestras que te interesa, responderán incluso los adolescentes más despeinados.

¿Has visto algún caso así?

A uno lo habían expulsado de tres escuelas. Estaba en el cuarto colegio. Yo tenía un despacho particular en el que ofrecía apoyo a alumnos con dificultades, y hablando con el centro me dijeron: tenemos un caso. Dije: traédmelo, a ver qué podemos hacer. No, que no querrá. Le dije: yo hablo con niños y niñas y me gustaría que vinieras. Y me dijo: con una condición, nada de leer, ni escribir, ni matemáticas. Y le dije: ¿Cómo se te ocurre? He dicho que quiero conocerte. Me contó que tenía una cuadrilla de amigos. Le pregunté: ¿por qué no preparamos una cena para el grupo? Encantado de la vida. Fuimos al Caprabo, cogimos una cesta. Cogió un bote de aceitunas de los grandes. Dije: ¿tendrás suficiente? Piensa que hay mucha agua dentro. Él iba pensado: haremos una tortilla. Cogeremos aceite. Dije: volvamos, miremos los precios, veamos si pagan los demás o tú. Dijo: yo no. Entonces tendremos que ver lo que pedirás que te paguen los demás. Al día siguiente me dijo: no recuerdo muy bien qué necesitábamos. Y le dije: ¿Qué solución puede haber? Lo apuntó. Muy bien. Volvimos y empezó a apuntar el precio. Vio que un litro de aceite de oliva costaba mucho. Entonces cogió una botella de aceite más pequeña. Lo iba apuntando. Escribió una carta para invitarles. Un día se enfadó porque se dio cuenta que estaba escribiendo, que había de contar y que tenía que hacer una división. Intentó quemarme la mesa.

¿Quemar?

Le dije espera un momento, eso tiene mucho riesgo! entonces apagamos el fuego. No le cuestioné preguntándole: “¿Qué has hecho?” Sino: “¿Qué te ha pasado por la cabeza?” Y se puso a llorar.

Debía salir todo lo que tenía reprimido.

Me dijo “no puedo soportar que me quieras porque después me dejarás”.

Se me ha puesto la piel de gallina.

Le dije: yo te quiero por demostrarme que eres capaz. Este trabajo que estás haciendo lo imprimiremos y estará con todos los trabajos de secundaria de tu instituto. Presentó su trabajo. Y no se creía que lo hubiese hecho él. Me decía: esto lo has hecho tú por la noche cuando yo no estaba. Pero mira, ¿te acuerdas que viste que te habías equivocado aquí? Ah, sí. Sí que he encontrado niños de aquellos que dices: ¿Cómo podemos crear esperanzas que rompan estos estereotipos? Porque en principio un estereotipo nunca es positivo. Cómo le cambias las mirada para que vea que eso no va con él.

¿Tenemos que vaciar mochilas?

Tenemos que vaciar mochilas para llenarlas de esperanza. Tenemos que sacar las piedras que no llevan a ningún sitio y poner otros recursos que den oportunidades. En el momento en que en la mochila hay esperanza, confianza y la creencia de que soy capaz, la podrás llenar como quieras. En cambio, si te ponen piedras, es un lastre que te dice que no sirves.

¿Qué te gustaría que tuviesen más en cuenta los profesores?

A las personas. Cuando voy a los claustros tratamos la mirada del grupo. Cuando vemos que hay criaturas más frágiles o que no están muy bien, les pregunto si saben por qué pasa lo que pasa. A veces me responden: Sí, por tal y tal cosa. Entonces una de las preguntas que suelo hacer es: ¿me lo estás explicando o justificando? Si tú me dices: sé que pasa esto pero me hace daño y no quiero que pase, estamos dando más información y encontraremos la solución. Pero si me dices: Es que como el crio viene de mal humor y actúa mal, es normal que el grupo actúe como actúa, estás justificando que el grupo no lo acepte. No te estás poniendo en la piel del alumno. Intento que haya una reflexión de los porqués para buscar un cómo diferente.

¿Esto se enseña en magisterio?

Diría que no. Pero también debemos tener presente que en cuatro años no se aprende todo. Esto se adquiere con la práctica de cada día. Si tienes una mirada pedagógica de quererte vincular con la criatura, el personal experimentado debería transmitirlo. Cuando una persona joven diga: me ha desbaratado el grupo, porque ha llegado y ha empezado a insultar. Espera un momento y cálmate. Es que me ha dicho hija de puta. De entrada dile hola. No te está diciendo eso con toda la carga simbólica que tiene. Sí, pero después los demás también te lo dirán. No es verdad.

¿Se trataría de intentar interpretar el insulto?

Con este insulto está llamando mi atención directamente. Puede que sea la forma en que lo tratan.

Igual se lo dicen en su casa.

Yo he oído como una madre decía hija de puta a su hija con toda la ternura. Porque hay culturas donde hablan así. U otra que decía: ¡te voy a matar! ¿Tú crees que lo matará? Hemos de matizar. Quien lo dice, cuando lo dice o por qué lo dice. Entonces al crio ya le dices que eso no vuelva a decirlo, porque no te gusta. Pero de entrada debe haber una acogida.

A todo el mundo.

En las clases hay veinticinco niños y niñas. Yo había tenido cuarenta y ocho, de cuatro años hasta nueve. En una clase pequeña.

Hay profesores que proponen reducir la ratio.

Sí. Y me dicen: es que antes no eran tan diversos. Dímelo a mí. Recuerdo que había un Antonio que venía con costras en la espalda. Su padre le pegaba con el cinturón. Su padre me decía: a mí me han hecho un hombre a base de golpes con el cinturón. Yo quiero que mi hijo sea un hombre recto, y por eso le hago lo mismo. De entrada no le dije que le maltrataba y que era un salvaje, aunque lo era. Lo que le dije, y me sentí fatal diciéndolo, es que por qué no le pegaba con la mano. Y al cabo de quince días lo volveríamos a hablar. Después iba hacia a casa y pensaba: ostras, ¡le has dicho que le pegue!

Lo querías suavizar.

Le preguntaba a Antonito. Le decía que procurara no enfadar a su padre. Pero era un niño de ocho años. El pequeño me dijo que su padre le había pegado pero no le había hecho casi daño, porque lo había hecho con la mano. Cuando volví a hablar con el padre me dijo: he hecho lo que usted me dijo. Pero es que me hago daño con la mano. Y le dije: ¿has pensado en la espalda de Antonito, que solo tiene ocho años? Igual es mejor que habléis de lo que hace. Aún encontramos familias que actúan sólo según su experiencia.

Porque puede que no hayan tenido la oportunidad de que otra persona les ofrezca otra perspectiva.

Exacto. Por lo tanto, si se lo hacen a ellos, también lo repiten. Cuando lo hablas, puedes intentar suavizarlo. Y no hace falta quitarles la patria potestad. Porque se ha dado de niños que les han cogido la DEGAI y una niña decía: yo quería a mi padre y ahora lo odio. Y querría quererlo. En definitiva, era su familia. Tenemos que confiar que si acompañamos a una persona, está persona crecerá. Igual no al ritmo que queremos, ni de la manera que queremos, pero es que tampoco debemos querer un modelo de criatura que se adapte a lo que yo pienso. Tienen solo diez años, y vivirán setenta u ochenta. Debemos confiar que se abrirán camino.

Dices que los padres tienen derecho a decir: vamos a cenar y os quedáis aquí solos.

Claro que sí. Creemos que los adultos no tenemos derecho a la vida independientemente de nuestros hijos. Y esto no tiene ningún sentido porque no ayudamos a las criaturas. Hay días que vamos a cenar todos juntos donde sea. Otros días vamos a cenar solos.

¿No tenemos que renunciar?

Es un mal ejemplo para las criaturas. Los distorsionamos. Les decimos que yo solo soy la madre. Yo tengo una profesión, amigos, soy una persona adulta, tengo aficiones y me voy al cine. ¿Y yo qué? Tú a dormir y el sábado iremos a ver una película. Y cuando tengas catorce años ya tendrás una cuadrilla de amigos, e irás al cine y yo no iré.

Y cada cosa a su tiempo.

Y en cada parcela de la vida tenemos nuestro contexto de persona adulta. Poder ir a cenar con la pareja, pero no con los niños siempre como si fueran un apéndice enganchado que no podemos hacer nada si ellos no están.

¿Los profesores tienen que jugar con los niños?

Los profesores tienen que favorecer que se juegue. Debemos tener presente que los niños hoy en día no saben jugar. La tecnología ha ocupado un espacio muy importante. La calle y la exploración del terreno han sacado una parte importante. El patio es un lugar posible para crear interacciones, pero hemos dejado que la pelota lo ocupe. Hemos dejado que los miedos entren en el patio prohibiendo la comba porque estrangula.

¿Qué propones?

Que no haya pelotas en el patio, o un día a la semana. La pelota engloba un perfil determinado de niños y exige un juego muy concreto: o encestarla o introducirla en la portería. Las niñas quedan en la periferia. ¿Entonces donde está la zona del recreo? Hay muchos momentos en los que el adulto debe poder enseñar a jugar. Yo había llegado a jugar con los de catorce años. A arrancar cebollas, a caballo, a perseguirnos. Recuerdo que jugaba al tren loco: que me ponía de locomotora y cogía al niño o niña de la clase que me costaba más. Y les daba la mano. Que una profesora te de la mano ya es un privilegio. Entonces les dejaba: va, va, que el tren se desengancha.

¿Qué te enamora de este trabajo?

La relación con los niños. Mirar los ojos de un pequeño, de un adolescente.

¿Aún te emociona?

Por supuesto. No hace mucho estaba en un instituto y era la hora del patio. Estaba en medio del pasillo. Tocan al timbre y otra profesora me dice: apártate que bajan. Digo: ¿quién baja? Apártate que te harán daño. Digo: ¿hay un animal arriba o hay criaturas? Me quede allí. Evidentemente no me hicieron daño. Pero además pasó un adolescente de estos que llevan unos bocadillos para almorzar tan grandes. Le cogí el jersey. Me miró y le dije: buen provecho. Me dijo: ¿Quieres? Le dije: sí. Quitó el papel de plata y me lo ofreció. Le di un bocado. El de detrás de él me dijo. ¿Quieres? Espera un momento. Y le digo al primero de ellos: qué almuerzo tan bueno que te has preparado. Me dijo. No, me lo ha preparado mi madre. Y le digo: te lo deberías haber preparado tú. Pero cuando llegues a casa abraza a tu madre y le dices: gracias mamá, qué almuerzo más bueno me has preparado. Y pasado mañana le preparas tú el almuerzo a ella.

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