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07 de Julio de 2014 Categorías: Artículos de otros

El mundo infantil invadido de “cosas para niños”

“Los primeros relatos a partir de los que el niño aprende a leer, en la escuela, están diseñados para enseñar las reglas necesarias, sin tener en cuenta para nada el significado. El volumen abrumador del resto de la llamada ‘literatura infantil’ intenta entretener o informar, o incluso ambas cosas a la vez. Pero, la mayoría de estos libros es tan superficial, en sustancia, que se puede obtener muy poco sentido a partir de ellos. La adquisición de reglas, incluyendo la habilidad en la lectura, pierde su valor cuando lo que se ha aprendido a leer no añade nada importante a la vida de uno.”

Bruno Bettelheim.

 

“…a los planificadores les repugna tomar en cuenta, en el balance de los recursos humanos, el ‘precio de las cosas sin precio’, es decir, de las actividades que no justifica en absoluto la redituabilidad. El positivismo ha logrado eliminar lo que estorbaba a su visión ‘plana’ del universo.”

Jean Duvignaud. El juego del juego.

“Che, María del Carmen, ¿vos sos loca o sos tarada? Acordate lo que te dije el otro día. Lo mismo te digo. Y olé, olé, olé, olé, olé y olé. Alberto.

”Luis: Vos estás loco no ves que yo soy más grande que vos,no te das cuenta. Andá con cualquiera. Yo ya tengo. Te saluda cariñosamente. María.

Marí­a: No te creas pero yo tengo 13 años, así como me ves, pero vení conmigo igual. Vos tendrás 10 años lo menos. Intereso de vos y no te puedo dejar. Vení conmigo enamorate de mí. Luis.Luis: Tas loco. Yau. Maria

“-Mi amor: no quiero que me toques las piernas, que el maestro me puede ver. Ana.”

Billetes de amor escritos por niños, recogidos por el maestro J. M. Firpo

La mayor parte de lo que se hace para niños está contaminado de pedagogía, psicología y paternalismo.

De pedagogía:

Porque se supone que a los niños hay que enseñarles, siempre, constantemente. Se hacen canciones que hablan sobre cómo lavarse los dientes, juegos para que aprendan historia, una poesía que “enseña a amar a la naturaleza”, y así siguiendo un sinfín de las más variadas y aburridas cosas que se puedan cantar, jugar, recitar o zapatear. Son lecciones apenas disfrazadas de otra cosa y esa es una trampa que el niño siempre reconoce. Tienen ese no sé qué de “cómo cruzar la calle y ser bueno con los papás”.

Podríamos imaginarnos que un día llegaran a la Tierra unos extraterrestres que, al ver el descuido ecológico y la violencia que hay en el planeta, decidieran ayudarnos. Su plan para reeducarnos se llamaría “Bondad y Salud”. Los programas de televisión mostrarían las ventajas de ser bueno y vivir sanamente, las telenovelas evitarían situaciones conflictivas, habría concursos de lavarse los dientes y comer cereales. Como también nos brindarían su avanzadísima tecnología, nos harían más grato su aprendizaje con poemas, obras de teatro… sobre cómo manejar la TPX 123 y cosas así. Un cartel con dos amigos abrazándose: “todos somos hermanos”. Otro con una mujer, un hombre y un niño haciendo deporte: “cuida tu cuerpo”. La radio, el cine, los periódicos, las revistas, todo estaría encauzado a enseñarnos a manejar la nueva tecnología y ser mejores.

Sería asfixiante. Seguramente nos reuniríamos en bares nocturnos a tomar alcohol, fumar mucho, golpearnos la cabeza contra la pared, hablar mal del vecino y tirar dardos a la foto de un docente marciano.

Eso está bastante cerca de lo que reciben los niños y, quizás, cerca también de cómo les caiga.

De psicología:

A partir de que Freud habló de la etapa oral, anal, etc; y Piaget hizo lo suyo mostrándonos que el pensamiento evoluciona en diferentes etapas, aparecieron una cantidad impresionante de métodos, juegos, cuentos, que se-basan-en-eso. A todo el mundo que quiere hacer algo con niños se los hacen estudiar, de forma más o menos profunda, y adelante: ya está habilitado para decidir qué cosa va para tal edad, qué hay que esperar de tal otra y así.

El problema no está en Freud y Piaget ni en sus enormes aportes, sino más bien en las infinitas formas de reduccionismo cientí­fico, que abundan en torno al trabajo con niños, que se interponen con el estudio cabal de esas teorí­as y con el contacto con el niño real. Son como una cosa extraña que no deja pasar ni para un lado ni para el otro.

Por lo general no me gusta afirmar que tal juego es para tal edad. El juego de “Tú naciste cocinero” jamás se aprendió de primera intención, sino más bien luego de las más increí­bles torpezas. En muchos casos no se aprendió ni de tercer y cuarto intento, hubo quienes decidieron no enseñarlo porque no pudieron aprenderlo. Es un juego tradicional, muy conocido y que implica una coordinación de movimientos y canto de cierta dificultad. De un grado de dificultad, digamos, que jamás se recomendarí­a para un grupo de niños de cinco años. Ahora bien: no sólo yo sino docentes que han trabajo conmigo lo han enseñado a sus alumnos de cinco años, progresivamente, con alguna adaptación… con un éxito total. ¿Qué quiere decir esto? Que a los niños les encantaba jugarlo, aunque les costaba aprenderlo y se equivocaban.

Exactamente la misma experiencia con “Bale Pata Zum”, que es un juego de mucha más compleja coordinación pero que a los niños les gusta jugar, ¿porque les sale perfecto? No: porque les divierte. Y ya.

Italo Calvino no pensó sus Cosmicómicas para niños, sin embargo yo tení­a un primer grado (seis años) al que cierta vez me dió por contarle la primer historia de ese libro: la de cuando la luna estaba tan cerca de la tierra que la gente iba a buscar queso con cucharas, la de la esposa del capitán enamorada de uno que estaba enamorado de la luna. Vamos, no es una historia sin conflictos ni sutilezas. Les encantó, en el más literal de los sentidos de esa palabra. Una y otra vez me pidieron que se las volviera a contar.

El niño, al igual que nosotros, no elige por lo que entiende sino por lo que le divierte, por lo que despierta su curiosidad, por lo que lo emociona aunque no sepa por qué. Prefiere aquello que, aún sin comprender, le atrae; luego verá si lo entiende y cómo, pero ahí­ está.

Es preferible que un niño participe parcialmente de un fenómeno rico, que totalmente de un fenómeno pobre.

Material hecho a propósito:

Es muy común que se acepte que primero hay que enseñar el intervalo de 3ra. menor (sol-mi), luego agregar la sexta (la-sol-mi) y seguir paso a paso. La verdad es que las cosas que se cantan con esas caracterí­sticas son aburridí­simas, y musicalmente muy pobres.

Hay muchos métodos (de iniciación musical, de iniciación al piano, a la guitarra, etc.) que insisten en esto de ir paso a paso, con cosas que no son musicalmente atractivas. Tengo la sospecha que enseñan a tocar todas las notas, pero que no musicalizan.

Se supone, también, que a un niño de determinada edad no es conveniente enseñarle temas que excedan de tal intervalo, y en tal tesitura. ¿Y si le fascina una canción que oyó por la televisión, y que está fuera de todo lo que se supone? ¿Y si la canta desafinando pero con un gran sentimiento? ¿Qué le diremos?: “No querido, no cantes eso porque tiene unos saltos con intervalos que no son para tu edad”.

Personalmente prefiero que un niño cante desafinado algo que le gusta, a que afine en una canción de esas que se hacen para aprender a cantar afinado. Primero estoy a favor del gusto por la música, y del derecho universal a disfrutarla y luego por la excelencia. Por supuesto, por la excelencia también; esa que da el amor del buen artesano.

De paternalismo:

Finalmente nos encontramos con que las cosas para niños están viciadas de un paternalismo que quiere mostrar un mundo rosado, sin conflictos, evitándoles toda clase de frustraciones: “Este juego no, porque no les va a salir”, “no importa, ninguno pierde”.

Bruno Bettelheim explica genialmente ese punto:

“…la creencia común de los padres es que el niño debe ser apartado de lo que más le preocupa: sus ansiedades desconocidas y sin forma, y sus caóticas y airadas e incluso violentas fantasí­as. Muchos padres están convencidos de que los niños deberí­an presenciar tan sólo la realidad consciente o las imágenes agradables y que colman sus deseos, es decir, deberí­an conocer únicamente el lado bueno de las cosas. Pero este mundo de una sola cara nutre a la mente de modo unilateral, pues la vida real no siempre es agradable.

Está muy extendida la negativa a dejar que los niños sepan que el origen de que muchas cosas nos vayan mal en la vida se debe a nuestra propia naturaleza; es decir, a la tendencia de los hombres a actuar agresiva, asocial, e interesadamente, o incluso con ira o ansiedad. Por el contrario queremos que nuestros hijos crean que los hombres son buenos por naturaleza. Pero los niños saben que ellos no siempre son buenos; y, a menudo, cuando lo son, preferirí­an no serlo. Esto contradice lo que sus padres afirman, y por esta razón el niño se ve a sí­ mismo como un monstruo…”

Importante (pequeña moraleja para creadores):

El “pensamiento infantil” existe, por supuesto, también un modo infantil de ver el mundo. Tanto ese pensamiento como esa visión del mundo tienen sus reglas propias, su clave. Si creamos cosas (obras de teatro, canciones, cuentos, etc.) en esa clave, estaremos en el terreno de “lo infantil”. Pero ese terreno, como decí­amos antes, no es exclusivamente el de “los niños”.

Probemos decirlo de esta manera: “lo infantil” no es igual a “los niños”, y “los niños” tampoco es exactamente lo mismo que “lo infantil”.

Hay una edad en la que predomina el pensamiento infantil, pero incluso en esa edad no predomina totalmente, como luego tampoco desaparece totalmente.

Así­ se explica que a una buena obra infantil la disfrute un adulto, que obras para público adulto gusten a los niños. Y no sólo eso sino: que una obra infantil no le guste al niño pero sí­ al adulto que lo acompaña y que una obra pensada para público adulto sea más preferida por los niños.

Un niño siempre va a tener una edad determinada, el mundo infantil no: es una clave, son reglas, son modos de hacer y de ver.

No hay que hacer “cosas para niños”. Uno puede dirigirse al mundo infantil, pero al mundo infantil universal, al que está en el adulto, en el adolescente.

Este es un artículo de Luis Pescetti. 

 

 

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